Con cautela, Ethan dio un paso al frente, sus zapatos lustrados hundiéndose en la alfombra. Y se quedó paralizado.
En el suelo, bajo la suave luz de una lámpara, yacía una joven con uniforme turquesa. Su cabeza descansaba sobre una toalla doblada, y sus largas pestañas rozaban sus mejillas mientras dormía profundamente. A su lado, acurrucados en suaves mantas, estaban sus dos hijos de seis meses —sus preciosos gemelos—, con sus manitas aferradas a sus brazos.
Esta mujer no era la niñera. Era la señora de la limpieza.
El corazón de Ethan latía con fuerza. ¿Qué hacía ella allí? ¿Con mis hijos?
Por un instante, el instinto del padre millonario se apoderó de él: echarla, llamar a seguridad, exigir una explicación. Pero al observar con más detenimiento, su enfado se atenuó. Uno de los gemelos tenía su manita aferrada al dedo de la joven, negándose a soltarlo ni siquiera dormido. El otro apoyaba la cabeza en su pecho, respirando con tranquilidad, como si hubiera encontrado el latido del corazón de una madre.
Y en su rostro se reflejaba un cansancio que Ethan conocía demasiado bien; no el cansancio de la pereza, sino el cansancio de alguien que lo ha dado todo.
Tragó saliva, incapaz de apartar la mirada.
A la mañana siguiente, Ethan llamó a la señora Rowe, el ama de llaves.
—¿Quién era ella? —preguntó, con una voz menos dura de la que pretendía—. ¿Por qué estaba la señora de la limpieza con mis hijos?
La señora Rowe vaciló. —Se llama María, señor. Lleva trabajando aquí solo unos meses. Es una buena empleada. Anoche, la niñera tuvo fiebre y se fue temprano. María debió de oír llorar a los bebés. Se quedó con ellos hasta que se durmieron.
Ethan frunció el ceño. “¿Pero por qué dormirse en el suelo?”
—Porque, señor —respondió la señora Rowe con dulzura—, tiene una hija. Trabaja turnos dobles todos los días para pagar sus estudios. Me imagino que simplemente estaba… agotada.
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Algo cambió en su interior. Hasta entonces, María no había sido más que un uniforme, un nombre en una nómina. De repente, se convirtió en algo distinto: una madre que luchaba en silencio, pero que ofrecía consuelo a niños que no eran suyos.
Esa noche, Ethan encontró a María en la lavandería, doblando sábanas en silencio. Al verlo, palideció.
«Señor Whitmore, yo… lo siento», balbuceó, con las manos temblando. «No quise extralimitarme. Los bebés lloraban, la niñera no estaba, así que pensé…»
—Creías que mis hijos te necesitaban —interrumpió Ethan en voz baja.
Los ojos de María se llenaron de lágrimas. “Por favor, no me manden de vuelta. No lo volveré a hacer. Yo… no podía dejarlos llorando solos.”