El millonario regresó a casa a medianoche y se quedó helado al ver a la señora de la limpieza dormida junto a sus gemelos.

Durante un largo rato, Ethan la observó. Era joven, tal vez de veintitantos años, con el cansancio grabado en su piel, pero con una mirada clara y sincera.

Finalmente, habló: “María, ¿sabes lo que les diste a mis hijos anoche?”

Parpadeó, desconcertada. “¿Yo… los mecí?”

—No —dijo en voz baja—. Les diste lo que el dinero no puede comprar: calidez.

A María le temblaron los labios y bajó la mirada para ocultar las lágrimas que le rodaban por las mejillas.

Esa noche, Ethan estaba sentado en la habitación de los bebés, observando a sus gemelos dormir. Por primera vez en meses, la culpa lo atormentaba. Les había dado las mejores cunas, la ropa más fina, las fórmulas más caras. Pero había estado ausente. Siempre trabajando, siempre buscando otro contrato, construyendo otro imperio.

Sus hijos no necesitaban más riquezas. Necesitaban su presencia. Necesitaban amor.

Y fue una señora de la limpieza quien se lo recordó.

Al día siguiente, Ethan llamó a María a su oficina.
—No estás despedida —dijo con firmeza—. Al contrario, quiero que te quedes. No solo como ama de llaves, sino como alguien en quien mis hijos puedan confiar.

Los ojos de María se abrieron de par en par. “Yo… yo no entiendo.”

Ethan sonrió levemente. “Sé que estás criando a una hija. A partir de hoy, sus gastos escolares están cubiertos. Y tendrás una jornada reducida; te mereces estar con ella.”

María se llevó una mano temblorosa a la boca, abrumada. “Señor Whitmore, no puedo aceptarlo…”

—Sí, puedes —interrumpió con suavidad—. Porque ya me has dado más de lo que jamás podré devolverte.

Pasaron los meses y la mansión Whitmore cambió.
No solo se hizo más grande, sino también más acogedora. La hija de María solía venir a jugar con los gemelos al jardín mientras su madre trabajaba. El propio Ethan pasaba más tardes en la casa, atraído no por sus informes de negocios, sino por la risa de sus hijos.\