El millonario regresó a casa a medianoche y se quedó helado al ver a la señora de la limpieza dormida junto a sus gemelos.

Y cada vez que veía a María con los gemelos —en brazos, consolándolos, enseñándoles sus primeras palabras— se sentía conmovido. Había llegado como ama de llaves; se había convertido en mucho más: un recordatorio de que la verdadera riqueza no se mide en dinero, sino en amor incondicional.

Una tarde, mientras Ethan arropaba a sus hijos en la cama, uno de ellos tartamudeó su primera palabra:

“Mi…”

Ethan miró a María, que se quedó paralizada, con las manos sobre la boca, atónita.

Él sonrió. “No se preocupen. Ahora tienen dos madres: la que les dio la vida y la que les dio el corazón.”

Ethan Whitmore siempre había creído que el éxito residía en las salas de juntas y las cuentas bancarias. Pero, en la tranquilidad de su mansión, una noche en la que menos lo esperaba, descubrió la verdad:

A veces, los más ricos no son los que tienen más dinero… sino los que aman sin medida.