La sala de maternidad estaba llena de ruido: cinco pequeñas voces lloraban al mismo tiempo. La joven madre, exhausta, sonrió entre lágrimas mientras miraba a sus quintillizos. Eran pequeños, frágiles, pero perfectos.
Su pareja se inclinó sobre la cuna y, en lugar de alegría, el horror se dibujó en su rostro.
— Ellos… son negros —susurró, con un tono cargado de sospecha.
La madre parpadeó confundida.
— Son nuestros. Son tus hijos.
Pero él negó con violencia.
— ¡No! ¡Me traicionaste!
Con esas palabras, se dio la vuelta y se marchó, dejándola sola con cinco recién nacidos que no tenían padre, ni protector, ni herencia.
Esa noche, acunando a sus bebés en brazos, ella susurró suavemente:
— No importa quién nos abandone. Ustedes son mis hijos. Siempre los protegeré.
Criar a un hijo es difícil. Criar a cinco, sin ayuda, es casi imposible. Pero esta mujer se negó a rendirse.
Trabajó día y noche, aceptando trabajos que pocos querían. Limpiaba oficinas de noche, cosía ropa al amanecer, y estiraba cada centavo para asegurarse de que sus hijos tuvieran comida y un techo.
Sin embargo, el mundo era cruel.