La madrugada de marzo de 1852 cayó pesada sobre la hacienda Santa Eulalia, en el valle del Paraíba. El aire olía a café maduro y tierra mojada, pero dentro de la casa grande, el olor era a sangre, sudor y miedo.
La señora Amelia Cavalcante gritaba en el cuarto principal. Doña Sebastiana, la partera, tiraba del primer niño, luego del segundo. Cuando llegó el tercero, un tenso silencio cortó la noche. El bebé era visiblemente más oscuro que sus hermanos
Amelia, con el cabello negro pegado a su frente sudada, abrió sus ojos verdes y siseó entre dientes. “Saca esto de aquí ahora”.
Llamaron a Benedita, una esclava de 40 años, cuya piel retinta estaba marcada por cicatrices de azotes. Subió las crujientes escaleras con el corazón acelerado. Al entrar al cuarto, Doña Sebastiana le entregó un envoltorio de paños manchados.
“Llévalo lejos. Nunca regreses”, ordenó Amelia, con voz temblorosa pero firme. “Puedes desaparecer con él. Yo di a luz, pero él no es mi hijo”.
Benedita miró el rostro dormido del bebé. Era pequeño, inocente. Supo de inmediato lo que significaba: el niño tenía piel morena y el señor Tertuliano Cavalcante, el coronel, no debía sospechar
Con el bebé envuelto contra su pecho, Benedita cruzó el patio de café bajo la luz de la luna. Sus pies descalzos se hundían en la tierra roja. Sabía que si volvía con ese niño, la azotarían hasta morir. Si obedecía y lo dejaba, cargaría ese peso en el alma.
Caminó horas hasta una chavola abandonada en los límites de la selva. Las paredes de barro estaban cubiertas de musgo y el suelo de tierra estaba húmedo. Benedita se arrodilló y
al bebé sobre una manta vieja. “Merecías más, hijo mío”, lloró, usando esa palabra que no sería verdad. Algo dentro de ella se rompió.
Regresó a la casa grande justo al amanecer. Sus manos temblaban cuando escuchó el tropel de caballos en el patio. Su sangre se heló. El coronel Tertuliano Cavalcante había llegado antes de lo esperado.
“¿Dónde está mi esposa? ¿Nacieron los niños?”, gritaba, ebrio de ansiedad