La Sinhá Tuvo Trillizos y Mandó a la Esclava Desaparecer con el que Nació Más Oscuro

Era un hombre alto, de bigotes tupidos y mirada dura. En el pasillo se cruzó con doña Sebastiana. "¿Y bien, doña Sebastiana, cuántos?", preguntó, sujetándola del hombro

La partera respondió sin pensar: “Tres, coronel. Fueron tres niños trillizos”.

El rostro de Tertuliano se iluminó de orgullo. “¡Tres herederos!”, dijo, golpeándose el pecho. Pero al abrir la puerta del cuarto, vio solo dos bebés.

“Tertuliano”, susurró con voz débil, sus ojos llenándose de lágrimas ensayadas. “Fueron tres, sí, pero uno, el más débil, no resistió. Nació respirando mal, morado. Doña Sebastiana intentó todo. Dios lo quiso de vuelta”.

El coronel se detuvo. La sonrisa desapareció. “¿Murió?”, repitió.

Amelia

las lágrimas ahora reales por el miedo. “Doña Sebastiana ya llevó el cuerpo. Dijo que era mejor entrar pronto”.

Tertuliano permaneció en silencio. “Dios da, Dios quita”, murmuró, haciendo la señal de la cruz. Forzó una sonrisa y se dirigió a los dos niños vivos. “Entonces que sea. Estos dos serán fuertes. ¡Benedito y Bernardino! Mis herederos”.

La mentira funcionó. El bebé de piel oscura abandonado era oficialmente inexistente

Los días siguientes fueron de aparente normalidad, pero Benedita no podía vivir con la culpa. Tres noches después del parto, no aguantó más. Corrió en la oscuridad hasta la chavola, esperando encontrar un bebé muerto. Al llegar, escuchó un llanto débil.

El bebé vivía.

Benedita cayó de rodillas. “¡Milagro!”, susurró. Tomó al niño en brazos y tomó una decisión: no lo abandonaría. Lo criaría en secreto. Le dio un nombre: Bernardo.

Pasaron cinco años. En la casa grande, Benedito y Bernardino crecían como príncipes. En la selva, Bernardo crecía en las sombras, alimentado por el amor de una esclava. Benedita lo visitaba todas las noches, llevándole restos de comida y ropa remendada. “No puede ser visto, hijo mío”, le decía. “Si el coronel lo sabe, nos mata”.

Joana, la hija de Benedita, que ahora tenía once años, sospechó de las desapariciones de su madre. Era lista. Una noche la permaneció en silencio y, por una rendija de la chavola, vio a su madre acunando a un niño desconocido. Esa noche, confrontó a Benedita.

¿Quién es el niño de la selva, madre?

Benedita se paralizó, pero ante la mirada de su hija, contó todo.

¿Es hijo del coronel?, preguntó Joana. Benedita

“Entonces es hermano de los niños de la casa grande”, murmuró Joana. Prometió guardar el secreto, pero la revelación la cambió.

Todo se desmoronó una tarde de agosto, cuando Benedito y Bernardino, ya de diez años, huyeron de su instituto y cabalgaron hacia la selva. Se adentraron más de lo debido y vieron la chavola. Allí, vieron a un niño de piel morena, descalzo, que silbaba una melodía triste

Bernardo se paralizó al ver a los dos niños de piel clara, vestidos como pequeños señores.

¿Quién eres?, preguntó Bernardino.

Bernardo no respondió. Le habían enseñado a no ser visto.

¿Vives aquí?, insistió Bernardino, notando un parecido familiar en sus ojos.

Esa noche, Benedito decidió investigar. Siguió a Benedita hasta la chavola. Se escondió y la escuchó decir algo que le heló la sangre: “Hijo mío, pronto entenderás por qué debes estar escondido, pero eres tan importante como cualquiera de esa casa grande”.

Las piezas encajaron: el niño tenía su misma edad, la historia del hermano muerto, el parecido físico. La sospecha se convirtió en una duda terrible.

Una tarde de diciembre, los mellizos confrontaron a su madre.

“Madre”, comenzó Benedito, “usted nos mintió sobre el hermano que murió”.

Amelia dejó caer la taza de té. Palideció.

“Lo sabemos, madre”, dijo Bernardino. “Lo vimos. Hay un niño escondido. Benedita lo cuida. Es nuestro hermano, ¿verdad?”

El silencio fue ensordecedor. Amelia rompió a llorar, su cuerpo sacudido por sollozos. “Sí”, susurró, derrotada. “Sí, es vuestro hermano. Nació con vosotros, pero él era diferente… piel más oscura. Tuve miedo. Miedo de vuestro padre… Ordené a Benedita desaparecerlo”.

“¿Usted mandó matar a nuestro hermano?”, preguntó Benedito, horrorizado.

Esa misma noche, Benedito, lleno de rabia, entró en el despacho de su padre. “Padre, usted tiene otro hijo. No murió. Está vivo, escondido. La madre mandó a Benedita desaparecerlo porque nació con la piel más oscura”.

El coronel Tertuliano voló la mesa. Su rugido resonó en la hacienda: “¡BENEDITA!”